A veces doy las gracias por ser un egoísta y guardar en mi cabeza
lo que no quiero compartir con el mundo. Escondido en mis entrañas
donde nadie pueda verlo. Mío y solo mío. Mis palabras, mis olores, mis sentidos, las imágenes de mis pupilas, el sabor a óxido y sudor
de mis dedos. Me callo y no se lo digo a nadie. A veces toco y
otras escribo algo tan precioso que pienso que no merece ser
compartido con nadie. Pienso que el mundo no lo merece o puede que
si, pero no encuentro nadie con quien compartirlo. O a veces pienso
que es para esa persona y lo guardo y se llena de telarañas porque
el corazón juega malas pasadas y no se puede hacer regalos de ese
calibre a lo loco. A veces como ahora cuento mis secretos, para que
me odien, porque me gusta presumir de privar de belleza a un mundo
tan feo. Porque soy un ególatra que como Amory se dio cuenta de que
siendo un gran tipo no haces más que caer una y otra vez en el mismo
agujero. Dejar huella es demasiado vulgar, yo no quiero eso, las
personas se recuerdan por lo que no hacen, cuando no puedes verlas ni
tocarlas, ni sentirlas. Entonces y solo entonces enciendes los motores
y piensas en ellos. Neuronas pegadas lengua contra lengua explotando
los nidos de tu cerebro. Y cuando te obligas a pensar en esa persona
es entonces cuando de verdad deja mella. Siempre me gustó el queso
gruyère y llenar los corazones de agujeros. Siempre me gustó
desaparecer y esperar a que vengan los ratones.
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