Las hay grandes, pequeñas, anchas, estrechas, soperas, de té, con
el mango de plástico y de metal, algunas incluso de
cristal. Las hay de hierro, de acero, de plata, de plástico, de
madera de hueso, también las que utilizan los magos de galio que se derriten a 30ºC.
Algunas son finas y delicadas, con adornos en nácar o detalles en
oro, otras más simples y ralladas de pasar tantas veces por el estropajo. Unas son tan
anchas y afiladas que te rozan la comisura de los labios al comer,
otras son tan pequeñas que apenas puedes utilizarlas para sorber, algunas son tan frías que se te pega la lengua y otras queman y no se pueden ni coger.
Las hay de juegos completos y perfectos conjuntadas con todos los
cubiertos y las hay de las perdidas a través del tiempo que son
totalmente diferentes al resto. Cucharillas, cucharones, con su
delgada silueta curva, para sopa, para helado, de las que se
sostienen con solo dos dedos o de las que necesitas toda la mano.
Parecidas y diferentes, hay más cucharas que personas y aún así se
siguen fabricando. De usar y tirar o de usar para matar. Porque las
cucharas son armas contra la mediocridad y no hay peor forma de morir que siendo un mediocre. Temedlas.
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